Thursday, August 12, 2010

Si Hubiera

Hay momentos en la vida en las que se te presentan oportunidades que no debes dejar pasar. Sin embargo, por cuestiones adversas llegas a tomar una decisión que cambia por completo tu historia; y te quedas con la duda permanente de que sería de tu existencia si hubieras actuado diferente.

Una palabra, una caricia, una respuesta o simplemente un beso. Algo que no llega en el momento que lo deseas y pasan años rondando tu cabeza imaginando que será de esa persona que te dejo una huella imborrable en tu corazón. Son esas decisiones las que marcaron mi vida. Desde niña tuve el estigma de permanecer indiferente ante los sentimientos. Tenía que evitar que se me notara el más mínimo detalle de lo que me agradaba o de lo que sentía.

Además, siempre tuve el complejo de Patito Feo, mis amiguitas de la infancia y adolescencia siempre fueron más bonitas que yo, podían vestirse a la moda, podían tener amigos del sexo opuesto, se ponían medias y tenían cortes de pelo modernos (si, de los 80´s si quieren, pero modernos al fin); mientras yo me vestía con la ropa que iban dejando mis tías, o con camisetas que combinaran con la ropa de mi hermano (esa tendencia de las mamás de vestir iguales a los hermanos gemelos, en lugar de prepararlos como individuos y no como clones).

En fin, vivía mi infancia como niño-niña, pues además era la nieta más grande y sólo nacieron nietos varones, hasta que llegué a la adolescencia. Mis amigas tenían Barbies, yo jugaba con pistolas de madera que nos hacía mi abuelo. Escalábamos las pilas de llantas usadas que él vendía, mientras mis amigas escuchaban al grupo Flans y practicaban las coreografías. Viví como niño-niña, pero tenía a mi familia.

El momento del cambio que quiero relatar, se dio cuando tenía 9 años. Habíamos pasado a 3er. Grado de educación primaria, nueva maestra, nuevo salón… y dos nuevos compañeros. Recuerdo que me seguía sentando cerca de mi amiga Arahí (hoy abogada y madre de familia) y estábamos nerviosas por la nueva maestra. Fuimos amigas desde 1er. Año hasta 6to.

No recuerdo si fue el primer día de clases de ese 3er. Año, cuando mi vida cambió. Sólo sé que esos compañeros nuevos nos fueron presentados a todo el grupo, la maestra dijo sus nombres aclarando que eran hermanos. Uno era de nuestra edad y el otro más grande, creo que por dos o tres años. En ese momento sentí algo extraño, los ojos del hermano mayor tenían algo que intimidaba. Recuerdo que me puse incontrolablemente nerviosa y me limité a seguir con la lección que estábamos haciendo. En el receso, y con la comodidad de ser pocas mujeres en el salón, hicimos una especie de reunión, en las que todas las niñas hablaban de lo guapos que eran esos nuevos compañeros. La mayoría expresó su especial atención por el hermano mayor… y mi complejo de patito feo me obligó a callar que él me había interesado también.

Recuerdo que casi no podía hablar con él, siempre tenía que estar alguien presente, una especie de escudo que ponía para salvarme de la verdad. En el primer intercambio navideño, al abrir el papel que me tocó, sentí un escalofrío mezclado con alegría… una pequeña tira de papel me daba la oportunidad de acercarme por mi misma, su nombre estaba escrito con tinta negra y letra manuscrita “José Carlos”.

Pasé los días buscando que regalarle, pero más que nada deseaba que llegara el momento de entregarle el bendito regalo. Y el día llegó. La maestra nos dijo que debíamos entregar el regalo y darle un abrazo al compañero… ¡No puede ser! ¡Tengo que abrazarlo! Recuerdo que iba pensando mientras me acercaba, le di el regalo rapidísimo al igual que el abrazo, breve y vertiginoso pues creí que me descubriría ante la mirada de todos.

Llegamos a 6to. Grado y entre uno que otro “novio” frustrado de 2 días, seguía pensando en el niño de la mirada fuerte. Y seguía manteniéndome alejada. Las diferencias entre las niñas ahora eran más notorias, la segunda infancia estaba perdiendo terreno ante la pre adolescencia. El juego de la botella se hacía popular en las fiestas, y a mí nunca me tocó hacer nada que pudiera acercarme a él. Y así llegó mayo, las suspensiones y los albores de la despedida.

El último recuerdo que tengo es una reunión en su casa, en un lote vecino, habían colocado unos tubos gigantes en los que nos dispusimos a jugar a las escondidas. Dos de mis amigas querían pasar un rato a solas con él y había ocurrido una breve discusión acerca de quien se escondería primero con él. Llegado el momento del juego, se dieron las instrucciones, yo estaba preparada para irme con alguna de mis amigas; de repente sentí que él me tomaba de la mano y corrió jalándome hacia los tubos.

Recuerdo que nos escondíamos del resto y escuchábamos sus risas y gritos eufóricos. En un momento él se puso frente a mí y me dijo algo. No puedo recordar lo que era. Solo sé que dije un evasivo “NO” y me alejé cuanto el tubo me lo permitió. Recuerdo el brillo de esos ojos mirándome fijamente, mis nervios, el reflejo de la escasa luz que apenas llegaba a la entrada de nuestro escondite, afuera los demás niños gritaban nuestros nombres… se acercó mucho, demasiado, y me besó en una mejilla (lo que en nuestra época significaba mucho); mis piernas ya no reaccionaron y comencé a temblar, pero al mismo tiempo mi instinto me permitió salir de ahí y rencontrarme con los demás.

Todos me acosaron con preguntas, porque según ellos habíamos tardado demasiado tiempo en salir, recuerdo que dije cosas sin sentido, mismas que en esta edad me hubiera delatado más. No lo recuerdo en la graduación y mi vida transcurrió sin noticias suyas. En la preparatoria llegué a saber de él por una amiga de la secundaria que estudiaba con él, pero se negó a darme más información. Muchas veces pasé cerca de su casa, pero no me atreví a llegar. Y transcurrieron 25 años de aquella primera vez en que sus ojos movieron mi pequeño mundo.

Lo encontré hace unos días. Mi hermano lo reconoció. Había cambiado mucho, lo que es natural en el ser humano, pero mantenía esa mirada, que me hizo voltear al suelo tantos años atrás. Aún a estas alturas de mi vida no pude verlo a los ojos. Fue como ver pasar mi historia en 30 segundos. Y otra vez puse el escudo protector que hace 25 años me había salvado de mis sentimientos de niña. Ahora con todos los medios a favor, pudimos conversar sin el acoso de los demás niños, sin tener que guardarle el respeto a la amiga que dijo primero “él me gusta”.

Hoy pudimos confesar lo que en aquellos años callamos. Hoy ya no hay nada que perder. Y nos detuvimos un poco a pensar en el que hubiera pasado si… Pero en ese tiempo tomamos una decisión que indicó el camino de nuestras vidas, y pienso que hoy se nos dio la oportunidad de reencontrarnos tanto tiempo después, de la nada, sin siquiera imaginarlo. Y es en esta edad donde podemos hablar del pasado y como afectó nuestro presente, y que quizás es mejor que las cosas hayan sucedido de esa manera, pues en nuestro presente podemos decidir por nosotros ya sin afectar a nuestros amigos de la infancia.

Hoy, podemos imaginar un qué pasará; el hubiera no existe, solo nos invita a recordar nuestro pasado, e idealizar nuestros recuerdos.

Aunque es bonito pensar… ¿qué hubiera pasado si…?